domingo, 13 de junio de 2010

Vocación a la vida por Joseph Ratzinger



El problema de las amenazas a la vida humana

A) Fundamentos bíblicos

Para hacer frente adecuadamente al problema de las amenazas contra la vida humana y para encontrar el modo más eficaz de defenderla contra ellas, debemos ante todo verificar los componentes esenciales, positivos y negativos, del debate antropológico actual.El dato esencial del que hay que partir es y sigue siendo la visión bíblica del hombre, formulada ejemplarmente en los relatos de la creación. La Biblia define con dos trazos el ser humano, su esencia, que precede la historia y no se pierde nunca en ella:

1. El hombre es creado a imagen y semejanza de Dios (Gn 1, 26); el segundo relato de la creación expresa la misma idea diciendo que el hombre, tomado del polvo, lleva en sí el soplo divino de la vida. El hombre se caracteriza por su relación inmediata con Dios, propia de su ser; el hombre es «capax Dei» y por eso está bajo la protección personal de Dios, es algo «sagrado»: «Quien vertiere sangre de hombre, por otro hombre será su sangre vertida, porque a imagen de Dios hizo Él al hombre» (Gn 9, 6). Ésta es una sentencia apodíctica del derecho divino que no tolera excepciones: la vida humana es intocable porque es propiedad divina.

2. Todos los hombres son un sólo hombre porque provienen de un único padre, Adán, y de una única madre, Eva, «madre de todos los vivientes» (Gn 3, 20). Esta unicidad del género humano, que implica la igualdad, los mismos derechos fundamentales para todos, es solemnemente repetida y re-inculcada después del diluvio. Para afirmar nuevamente el origen común de todos los hombres, el capitulo 10 del Génesis describe ampliamente el origen en Noé de toda la humanidad: «Estos tres fueron los hijos de Noé, y a partir de ellos se pobló toda la tierra» (Gn 9, 19).

Los dos aspectos, dignidad del ser humano y unicidad de su origen y destino, encuentran confirmación definitiva en la figura del segundo Adán, Cristo: el Hijo de Dios ha muerto por todos, para reunir a todos en la salvación definitiva de la filiación divina. Aparece así con la máxima claridad la común dignidad de todos los hombres: «Ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Ga 3, 28).Este anuncio bíblico, idéntico de la primera a la última página, es el bastión de la dignidad y de los derechos humanos: es la gran herencia de auténtico humanismo confiada a la Iglesia, cuyo deber es encarnar dicho anuncio en todas las culturas, en todos los sistemas sociales y constitucionales.

B) La dialéctica de la época moderna

La historia de la modernidad se presenta hoy como historia de la libertad. En efecto, sólo la modernidad ha comprendido claramente la idea de los derechos del hombre, derechos que le corresponden por su misma esencia y son previos a toda legislación positiva. Las cuestiones jurídicas y morales que surgen en el contraste con las culturas no cristianas en el momento del descubrimiento del nuevo mundo, supusieron una primera dificultad a la hora de explicar esos derechos «naturales» que corresponden al hombre por el simple hecho de serlo, independientemente de la sociedad en que vive o del hecho de si está bautizado o no: es siempre una creatura del único Dios; también con la herida producida por el pecado original sigue siendo sujeto de derechos que hay que respetar en atención al Creador.

La luchas confesionales de la modernidad, la disolución de la unidad de la fe en el mundo cristiano y la formación de iglesias libres que limitaron la iglesia de estado, llevaron por otro camino a cuestionar las fronteras del poder estatal, los derechos del individuo frente a los del Estado.Se puede percibir así en la sociedad moderna un progresivo crecimiento de la conciencia de la libertad, que repercute concretamente en la formación de crecientes ámbitos individuales de libertad. La abolición de la esclavitud, que sólo en la temprana modernidad ha vivido su momento de mayor crueldad, tuvo lugar poco a poco.

Tras las terribles guerras de religión aumentaron lentamente los ámbitos de tolerancia. Con el progreso del pensamiento democrático la idea de la igualdad universal pudo encontrar lenta traducción, también en la realidad estatal; la relación entre dominadores y sometidos cambió lentamente en colaboración en una común responsabilidad con papeles diferentes.Estos desarrollos positivos de la modernidad son innegables y no pueden ser empequeñecidos: particularmente en la Constitución sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo y en el Decreto sobre libertad religiosa, el concilio Vaticano II ha aceptado con plena conciencia la herencia positiva de la modernidad.

Por otra parte, un testigo tan insospechable como Th. Adorno se ha referido con razón a la «dialéctica de la modernidad»: la radicalización de ideas y conceptos que tienen en sí un límite interno, puede llevar a su desaparición; la extrema liberación puede transformarse en esclavitud. El peligro interno de la historia moderna de la libertad se reconoce en su mismo concepto de libertad. El principio del problema se puede encontrar ya en la famosa definición kantiana de la Ilustración: «La Ilustración es la salida del hombre de su culpable minoría de edad... ¡Atrévete a saber! ¡Ten el coraje de servirte de tu propia razón! es la divisa de la Ilustración».

C) Los motivos de la oposición a la vida

1. En un primer nivel de nuestra reflexión me parece que se pueden señalar dos motivos, tras los cuales se esconden seguramente otros. Uno se refleja en la postura de quienes afirman la necesaria separación entre las convicciones éticas personales y el ámbito político en el que se formulan las leyes: aquí el único valor que habría que respetar sería el de la total libertad de elección de cada uno, según las propias opiniones privadas.En un mundo en el que toda convicción moral carece de referencia común a la verdad, dicha convicción no tiene más valor que el de la opinión, y sería expresión de intolerancia querer imponerla a los demás mediante leyes, limitando de ese modo su libertad.

La misma Declaración universal de los derechos humanos, firmada por casi todos los países del mundo en el 1948 después de la terrible prueba de la segunda guerra mundial, expresa plenamente, hasta en su título, la conciencia de que los derechos humanos (de los que el fundamental es precisamente el derecho a la vida) pertenecen al hombre por naturaleza, que el Estado los reconoce pero no confiere, que corresponden a todos los hombres en cuanto tales y no por razón de características secundarias que otros tendrían el derecho de determinar a su arbitrio.Se entiende entonces cómo un Estado que se arrogue el derecho de definir qué seres humanos son o no sujetos de derechos, y que, en consecuencia, reconozca a algunos el poder de violar el derecho fundamental de otros a la vida, contradice el ideal democrático, que sin embargo sigue invocando, y mina las mismas bases sobre las que se sostiene. En efecto, aceptando que se violen los derechos del más débil, acepta al mismo tiempo que el derecho de la fuerza prevalezca sobre la fuerza del derecho.

Se comprende así que la idea de una tolerancia absoluta de la libertad de elección destruye el fundamento mismo de una convivencia justa entre los hombres. La separación de la política de todo contenido natural del derecho, patrimonio inalienable de la conciencia moral de cada uno, priva a la vida social de su sustancia ética y la deja indefensa frente al arbitrio de los más fuertes.Uno se puede preguntar cuándo comienza a existir la persona, sujeto de derechos fundamentales que deben ser respetados de manera absoluta. Si no se trata de una concesión social, sino más bien de un reconocimiento, también los criterios para determinarlo deben ser objetivos.

Ahora bien, como ha confirmado Donum vitae, I, 1, la ciencia genética moderna demuestra que «desde el momento en que el óvulo es fecundado, se inaugura una vida nueva que no es la del padre o la de la madre, sino la de un nuevo ser humano que se desarrolla por su cuenta». Ha mostrado «cómo desde el primer momento está fijado el programa de lo que será este viviente: un hombre, este hombre-individuo con sus notas características ya bien determinadas. Desde la fecundación inicia la aventura de una vida humana: cada una de sus grandes capacidades exige tiempo para disponerse a la acción». Las recientes adquisiciones de la biología humana reconocen que «en el cigoto que deriva de la fecundación se ha constituido ya la identidad biológica de un nuevo individuo humano».

2. Me parece que el segundo motivo que explica la difusión de una mentalidad de oposición a la vida va unido a la concepción misma de la moralidad, hoy ampliamente extendida. Con frecuencia, una idea meramente formal de conciencia se asocia con una visión individualista de la libertad, entendida como derecho absoluto de auto-determinación sobre la base de las propias convicciones. Dicha idea ya no hunde sus raíces en la concepción clásica de la conciencia moral, en la que, como dice el concilio Vaticano II, resuena una ley que el hombre no se da a sí mismo, sino que debe obedecer; una voz que lo llama siempre a amar, a hacer el bien y a huir del mal, y que, cuando es necesario, dice con claridad al corazón: haz esto, evita esto otro (cfr. Gaudium et spes, 16). En esta concepción, propia de toda la tradición cristiana, la conciencia es la capacidad de abrirse a la llamada de la verdad objetiva, universal e igual para todos, que todos pueden y deben buscar. Ella no es aislamiento, sino, al contrario, comunión: «cum scire» en la verdad sobre el bien que une a todos los hombres en lo íntimo de su naturaleza espiritual. En esta relación con la verdad objetiva y común es donde la conciencia encuentra su justificación y su dignidad; relación que debe ser cuidadosamente garantizada mediante una formación permanente que, para el cristiano, lleva espontáneamente consigo un «sentir con la Iglesia», y, por lo tanto, una intrínseca referencia al Magisterio auténtico de la Iglesia.Por el contrario, en esa innovativa concepción la conciencia se desengancha de su relación constitutiva con la verdad moral y se reduce a simple condición formal de la moralidad. Su sugerencia: «haz el bien y evita el mal» no tendría ninguna referencia necesaria y universal a la verdad sobre el bien, sino que sólo diría relación a la bondad de la intención subjetiva. La calificación moral de los contenidos concretos de la acción dependería, por el contrario, de la autocomprensión del individuo, determinada siempre cultural y circunstancialmente. De este modo la conciencia no es más que la subjetividad elevada a criterio último de la acción. La idea fundamental cristiana de que no hay ninguna instancia que se pueda oponer a la conciencia no tiene ya el significado original e irrenunciable según el cual la verdad no puede imponerse más que por sí misma, es decir, en la interioridad personal; resulta más bien una deificación de la subjetividad, de la que la conciencia es oráculo infalible que no puede ser cuestionada por nada ni por nadie.


No hay comentarios:

Publicar un comentario